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Diez claves para entender el poder del fentanilo, un ‘asesino’ de masas

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Por: Victor Gonzalez

Ultima actualización: 2024-02-05 16:57:31

Primicias .- Desde Filadelfia, Culiacán, pasando por San Francisco y hasta en China, el fentanilo va dejando muertes y tragedias. Este es el retrato de un potente opiáceo, catalogado como un asesino de masas.

Es la gran amenaza. Un polvo blanco y barato, 50 veces más poderoso que la heroína, que mata cada año a más de 70.000 personas en Estados Unidos. El fentanilo es un gran entramado narco, que incluye a químicos clandestinos, los precursores, los ‘exportadores’ y en el eslabón final: los adictos.

La vida se detiene en la avenida de Kensington (Filadelfia) cada 10 minutos más o menos. Sucede cuando el metro zumba por las vías elevadas, una estructura de acero azul que sobrevuela esta calle de EE.UU., una auténtica ratonera. El estruendo no permite pensar, pero al menos durante ese instante los problemas de la zona cero de la crisis del fentanilo en Estados Unidos quedan en suspenso.

Después, ya volverán a la pelea bajo las vías los adictos y los voluntarios que los auxilian, los ‘dealers’ y la policía, los ‘youtubers’ y los turistas atraídos por las noticias, los comerciantes armados y los vecinos que resisten en este gigantesco mercado de la droga al aire libre.

Centenares de consumidores del potente opiáceo viven y mueren en estas calles. Algunos, como Daniel, que perdió todos los dedos del pie a causa del frío, deambulan por ellas desde hace años como extras en una película de zombis. Otros no pasan de su primer mes aquí.

Estas son las 10 claves para entender la crisis que ha desatado el fentanilo en EE.UU., y que amenaza al mundo entero:

  • El cocinero del fentanilo

    Miguel es, en la definición de las autoridades estadounidenses, uno de los “químicos cualificados” que emplea el cartel de Sinaloa para la producción a gran escala de fentanilo. Aunque Miguel no se llama Miguel. Tampoco es químico. Ni siquiera terminó la secundaria.

    Trabaja como cocinero en el territorio de Los Chapitos, los cuatro hijos del Chapo Guzmán que heredaron el negocio mientras el padre cumple cadena perpetua en Colorado (EE UU).

    “Yo aprendí a cocinar mirando a otros”, asegura Miguel, tirado en el sillón de la casa “de seguridad” a las afueras de Culiacán (Estado de Sinaloa, México) en la que ha aceptado contar su historia con la condición de preservar su anonimato y de que el reportero no desvele ningún detalle que lo delate.

    El otoño ya entró, pero afuera hace más de 30 grados. El zumbido del aire acondicionado acompaña la conversación, de casi una hora, en un salón medio vacío.

    Dice que tiene 29 años y que se gana la vida fabricando fentanilo en la sierra, cuna de narcos históricos, como El Chapo. Dice también que se la gana bien: hace unos 450.000 pesos limpios al día (más de 25.000 dólares, 24.000 euros).

    De niño, trabajó en el campo. A los 13, empezó de “puntero”, vigilando un trozo de carretera para los narcos. A los 15, unos tíos suyos lo invitaron a servir en un laboratorio de heroína como chico para todo. Le pagaban 500 pesos. “¿Usted no lo habría agarrado?”, pregunta, sin esperar respuesta. “Obvio que lo iba a agarrar”.

    Primero aprendió a convertir la goma de opio en heroína. Después se dedicó a la metanfetamina, mientras estuvo de moda hace algo más de una década. No le gustaba: el olor le daba ganas de vomitar. Su “cocina” de fentanilo en las montañas es un chamizo pequeño, cubierto por unas lonas y oculto por las ramas.

    Esa es otra de sus grandes ventajas sobre la heroína: no es solo una sustancia mucho más poderosa y adictiva, es también mucho más fácil de producir y transportar. No hacen falta extensos campos de amapolas, ni campesinos que los cuiden, ni tener suerte con la temporada de tormentas.

  • Apocalipsis en San Francisco

    Son las 11.30 de otro día neblinoso en Tenderloin, un barrio del centro de San Francisco de pasado bohemio convertido en apocalíptico símbolo de la decadencia de la ciudad pospandémica. Joseph, de 41 años, vive en estas calles. Lee, sentado en el suelo, una crónica de la guerra de Ucrania en un periódico atrasado. Le gusta saber lo que pasa en el mundo, dice.

    No duerme mucho, casi siempre de día, para evitar que le roben lo poco que tiene: una mochila y una bolsa de plástico que arrastra al caminar, porque le cuesta hacerlo erguido.

    Llegó a San Francisco en 2016 desde Chicago. Vivió con una novia en un apartamento del centro. Tras romper con ella, se agravaron sus problemas previos de adicción y acabó engrosando la estadística de las 653.000 personas sin techo que malviven en Estados Unidos, un 12% más que el año anterior, otro máximo histórico.

    El periódico también le sirve para envolver medio gramo de fentanilo, algo de crack, papel de aluminio, y un mechero. En un callejón apartado, saca una pipa, la enciende y aspira. Se dobla sobre sí mismo y se balancea. Un par de minutos después, de vuelta de algún lugar al límite de la conciencia, confiesa: “Yo antes consumía heroína. Esto es mucho peor, cada vez quiero más. Y lo necesito cada 40 minutos. Si no, me vuelvo loco”.

    Según la neurociencia, su efecto es más fuerte y más corto, lo que provoca que sus adictos vivan en la ansiedad que describe Joseph. “Y lo que es peor: nunca es como la primera vez”.

    Hay centenares de personas que, como él, buscan en Tenderloin volver a sentir lo que la primera vez. Casi todos tienen un historial de consumo de drogas a sus espaldas y muchos cuentan que acabaron en el fentanilo por algún revés de la vida: una enfermedad, una pérdida, la epidemia de salud mental que azota el país.

    Son blancos en su mayoría, figurantes en el tercer acto de la tragedia de los opiáceos, que empezó en los años noventa con unas pastillas con receta llamadas Oxycontin, fuente de riqueza y oprobio de la familia Sackler, continuó con el resurgir de la heroína a principio de siglo y desde mediados de la década pasada protagoniza el fentanilo, que barrió de las esquinas a todas las demás.

  • Los precursores químicos: de Wuhan al mundo

    El 15 de diciembre de 2021, un empresario chino hecho a sí mismo pasó a ser uno de los hombres más buscados del negocio global del fentanilo. Se llama Chuen Fat Yip. Tiene 70 años, ojos marrones, 1,72 de estatura y 68 kilos de peso. Nació en Wuhan. El Departamento de Estado de Estados Unidos ofrece una recompensa de USD 5 millones por cualquier información que conduzca a su arresto.

    Chuen dirige, según Washington, una “organización de narcotraficantes que opera en China continental y Hong Kong” y “controla un grupo de empresas que venden compuestos y precursores químicos”. Una de ellas es Wuhan Yuancheng Gongchuang Technology.

    Esa empresa tiene una web activa, en la que dice que exporta a más de 20 países. Hay un número de teléfono. Al otro lado, suena la voz de un hombre. Al preguntarle por las sanciones, se excusa: “Yo solo soy un vendedor…”. Luego dejará de contestar a los mensajes.

    Chuen defiende su inocencia. Asegura que el caso se sostiene en “informaciones no veraces” del reportero estadounidense Ben Westhoff. Así consta en una declaración de su empresa enviada en 2022 a un tribunal de Texas, donde, entre otras cosas, lo acusan de presuntamente acordar el envío de 24 kilos de 4-ANPP, un precursor del fentanilo.

    Westhoff es periodista de investigación. Estaba trabajando en su libro Fentanyl, Inc. (2019, traducido al español como La fiesta se acabó) cuando dio con Chuen. Buceó en internet en busca de anuncios de precursores y encontró copiosa publicidad de empresas en China dedicadas a su producción y exportación. Casi todos los caminos parecían conducir a una misma matriz: Yuancheng.

  • Los puertos de México, la entrada del fentanilo

    Con 160.000 habitantes, Manzanillo era hasta hace no tanto el tranquilo pueblo de pescadores donde Bo Derek rodó la película 10, en la que encarnó a la mujer perfecta a finales de los setenta.

    Aquellos tiempos dorados acabaron, aunque el turismo, principalmente mexicano, todavía viene a los hoteles un poco ajados. La ciudad es parte de uno de los Estados más pequeños y con menos población del país. Se solía vender en el extranjero con el eslogan “Colima, el lugar donde no pasa nada”.

    Pero luego, empezaron a pasar cosas. En 2010, el exgobernador Silverio Cavazos fue asesinado a balazos en la puerta de su casa. La importancia del puerto con la expansión de las drogas sintéticas, su condición de ruta hacia el norte por el paso del Pacífico y el hecho de estar rodeada por Jalisco y Michoacán, dos territorios dominados por el crimen organizado, lo han llevado al límite.

    Desde hace años suele encabezar las listas de los territorios más violentos de México. En 2022 repitió como el lugar con la tasa de homicidios más alta del país, que alcanzó en 2019 su récord histórico. Desde entonces apenas han bajado levemente. Son casi 100 muertes violentas al día.

    Manzanillo es uno de los puertos mexicanos por donde ingresa el fentanilo.

  • La exportación del fentanilo

     

    Imagen referencial de una muestra de fentanilo.

    Imagen referencial de una muestra de fentanilo.  AFP

    El fentanilo que entra en Estados Unidos desde México lo hace en polvo o, cada vez más, en píldoras falsas, que se camuflan de marcas comerciales como Xanax, Vicodin u Oxycontin, que el narco prensa con máquinas que también les venden en Asia. El precio de una de las pastillas de Pedro ronda los 20 dólares en Nueva York.

    El traficante deja claro que lo más difícil es pasar la frontera. Según las autoridades de Estados Unidos, más del 90% del fentanilo lo hace a través de los “puertos de entrada”, escondido en vehículos particulares o en camiones de carga. En 2018, según datos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza, se interceptaron 600 kilos de la sustancia. En 2023, la cantidad ascendió hasta octubre a 25 toneladas. Dos miligramos son suficientes para matar a una persona.

    Pedro utiliza tráileres de los grandes: “gusanos”, los llama. Dice que no sabe dónde ocultan la droga, pero que lo mejor es llevar el camión cargado “de comida, latas de frijol, de chile, o partes de carros”.

    Así se disimula mejor al pasar por los rayos X, cuyo uso está impulsando la Administración de Biden. Está orgulloso, porque, asegura, los de la patrulla fronteriza nunca sorprendieron a uno de los suyos.

    El cartel aprovecha los agujeros propios de cualquier frontera. También paga jugosos sobornos a las autoridades. Uno de los pliegos de la acusación al hijo del Chapo detalla cómo, para garantizar un envío, organizó una red de mordidas desde Culiacán hasta Tijuana.

    Esa era la ruta de Pedro, por el corredor del Pacífico. “Solo de aquí a la frontera”, aclara, “te gastas en puras mordidas unos 30.000 dólares entre la policía, los militares y la Fiscalía. En Estados Unidos si te agarran vas a la cárcel, pero aquí en México lo puedes arreglar con billete”.

    Hay tarifas diferentes. No se paga lo mismo por pasar un retén sin que lo revisen que el dinero que hay que poner en caso de que detengan a alguien. “Ahí te van a quitar 200.000 o 300.000 dólares. Es la forma de trabajar”, explica, como quien detalla las reglas de un juego de mesa.

    Una vez el cargamento ha pasado, hay otro momento delicado. En una de las acusaciones a Guzmán, se cuenta cómo dos de sus hombres tuvieron que mover más de 20 kilos de fentanilo que tenían guardados en una habitación de hotel en Los Ángeles.

    Como el personal se olía algo raro, acabaron enterrando la mercancía en el patio trasero de una casa. “Lo que pasa”, explica Pedro, “es que a veces llegas a Los Ángeles y hay que cambiar de camión para seguir p’arriba. Entonces, hay que esconderlo en una oficina y esperar”.

  • La ley de la oferta y la demanda

    Hasta hace muy poco, MAC era uno de los últimos eslabones de esa cadena de suministro. Un dealer de poca monta. Por eso pide que se usen sus iniciales y que no se revele dónde se hizo la entrevista.

    Vendía fentanilo en Santa Cruz, a 120 kilómetros de San Francisco. “Se lo compraba a los hondureños en Tenderloin, o en Oakland”, aclara. “Ellos controlan el mercado allí. Conseguía una onza (28,34 gramos) a 400 dólares, y luego vendía cada gramo en Santa Cruz a 50. También, 100 miligramos a 10 dólares, o un cuarto, a 20. Era un gran negocio, solía sacar 1.500 pavos al día”.

    De complexión corpulenta, cuenta que él mismo terminó enganchado al fentanilo después de que le recetaran Oxycontin tras una cirugía. Perdió su trabajo y se hizo camello. Ahí comenzó, dice, su infierno.

    “Todas las semanas me metía en peleas y había muchos robos. Las sobredosis estaban a la orden del día, y mucha gente moría. Yo mismo llevaba Narcan. Vendía, pero también trataba de salvar vidas”.

    En el momento de la entrevista, MAC llevaba dos semanas tratando de desintoxicarse, cansado de un estilo de vida que, o lo mandaría a prisión, o lo acabaría matando. Por consumirlo o, simplemente, por andar con fuego. El “fetty”, como se conoce en el argot de la calle, es una droga extremadamente peligrosa cuando se manipula; una ingesta accidental puede resultar mortal.

    “En mi opinión, eso facilita el negocio”, dice MAC. “El mercado de la cocaína o la metanfetamina está controlado por unos carteles a los que el fentanilo les parece muy peligroso. Si estás dispuesto a asumir el riesgo, es dinero fácil”.

  • Un medicamento necesario

     

    Cuando se patentó para su administración intravenosa en 1959, el fentanilo cambió para siempre la cirugía. Consciente de su enorme poder, Janssen, su inventor, solo permitió durante años su distribución controlada a anestesiólogos, gremio en el que se registraron los primeros casos de adicción.

    Fue como poner puertas al campo: a finales de los 60, ya existían variantes con parecidos efectos.

    Al crimen organizado le costó enterarse de su existencia, pero cuando lo hizo aprendió a valorar rápidamente sus ventajas como droga de consumo en las calles, una droga más potente, más barata, más adictiva y también más letal.

    Tanto, que el Departamento de Justicia estadounidense ha identificado varios casos de cocineros inexpertos que han muerto en México intoxicados por los vapores de los precursores.

    “Es importante subrayar que aún hoy es un analgésico bueno y útil desde un punto de vista médico, para operaciones complejas, o para enfermos terminales de cáncer”, recuerda Lawrence Kwan, director médico del centro de ayuda a adictos de la fundación Saint Anthony’s, en San Francisco, y profesor de la universidad de Standford. “El problema es cuando se consume de forma descontrolada”.

    Su condición de valiosa herramienta médica dificulta su combate: simplemente, no se puede ilegalizar. Tampoco es fácil con los precursores: muchos de ellos se usan en la fabricación de productos de limpieza o medicamentos de uso común, como el ibuprofeno.

    Como cualquier opiáceo, el fentanilo genera ansiedad y adicción, en su caso, mucho más rápidamente; bastan unas pocas tomas para engancharse.

    Las sobredosis también son más frecuentes: Julian Miller, un adicto de 27 años que trata de salir del hoyo en un centro de rehabilitación a dos horas de San Francisco, contó en una entrevista que él había sobrevivido a tres, pero que su hermano no tuvo tanta suerte. Ese coqueteo con la muerte es una experiencia muy común entre los consumidores.

    Paradójicamente, es una droga menos destructiva que otras como la metanfetamina. No tiene secuelas sobre órganos vitales como el corazón. Kwan cuenta que, en una conferencia sobre cardiología a la que asistió recientemente, escuchó que “el acceso a donantes de corazón ha mejorado como triste efecto secundario del aumento de las sobredosis de opiáceos”.

    No mentían: un estudio publicado en julio de 2021 por la Sociedad Americana del Corazón confirma que el número de trasplantes ha aumentado con las muertes por sobredosis.

    Con el fentanilo, también surge el dilema clásico del camello: ¿cómo cortarlo sin que pierda su fuerza? Y surgen otros nuevos: ¿cuál es el límite de pureza al que se puede llegar para incentivar la adicción, pero sin exterminar a la clientela?

  • Las agujas que ‘alargan’ el fentanilo

    Desde su despacho en la Casa Blanca, Rahul Gupta, zar antidroga de Joe Biden, dirige los esfuerzos de Washington para resolver un rompecabezas de momento irresoluble. Es el primer médico en ocupar el puesto en más de medio siglo de “guerra contra las drogas”, y está aplicando por primera vez desde ese cargo políticas progresistas de “reducción de daños”.

    En una entrevista con EL PAÍS, detalló los tres principales puntos de ese programa: “Hacer ampliamente disponible el Narcan, que desde marzo se puede adquirir sin receta; distribuir jeringuillas que previenen la propagación de enfermedades contagiosas, y facilitar tiras para detectar sustancias como el fentanilo o la xilacina [también conocida en las calles como tranq] en la cocaína o el éxtasis”.

    La xilacina es la última y más urgente preocupación de Gupta. Los consumidores lo mezclan porque alarga y profundiza el efecto del fentanilo, a base de enlentecer el ritmo cardíaco, la presión sanguínea y la respiración.

    Al no ser un opiáceo, no responde a la naloxona, por lo que ya participa en el 90% de las 1.413 muertes por sobredosis registradas en 2022 en Filadelfia. No solo eso: los forenses ya lo han detectado en cadáveres de los 50 Estados.

  • La pelea política

     

    Michelle Leopold se enteró de la muerte de su hijo Trevor por las redes sociales. Sabía que solía fumar marihuana, pero no que tomaba fentanilo. Todo indica que él tampoco lo sabía.

    Aquella noche, compró con dos amigos cuatro pastillas de 30 miligramos de oxicodona y se las tomaron en la habitación de su residencia universitaria. Solo una de ellas contenía una dosis mortal.

    Según el forense, Trevor murió a los pocos minutos de consumir aquella píldora, así que la amiga que durmió esa noche con él lo hizo junto a un cadáver.

    Desde aquel 17 de noviembre de 2019, la madre ha convertido la habitación del hijo en Marin, a 20 minutos de San Francisco, en el centro de operaciones de su lucha contra el fentanilo.

    Junto a la cama en la que solía dormir el chico tiene una fotografía con su cara sonriente y un texto que dice: “Trevor Leopold, 18 años, víctima de un homicidio inducido por envenenamiento por fentanilo”.

    Casos como el de Trevor han calado en la opinión pública estadounidense, gracias al testimonio de madres como la activista antiaborto Rebecca Kiessling, que declaró en febrero ante el Congreso. Perdió en 2020 a dos de sus hijos de una sobredosis accidental de fentanilo, que, dijo “llegó a través de la frontera sur”. “¡Es una guerra: hagan algo!”, exigió a los congresistas.

  • Metadona, una esperanza

    Acaba de amanecer frente al Ayuntamiento de San Francisco. Tres mujeres jóvenes que han dormido al calor de una alcantarilla están tiradas bajo los efectos de la primera dosis de fentanilo del día.

    Cuando una de ellas recupera algo de lucidez, explica que se llama Abby, que es de Oregón, que estudió Bellas Artes y que se rapó el pelo para sacarse los piojos. No tiene teléfono, pero sí Instagram, dice.

    Su cuenta es el relato en fotos de la crisis del fentanilo en Estados Unidos a través del descenso por el abismo de la adicción de una chica que en 2018 se mostraba al mundo como una amante de la música a la que le gustaba patinar.

    Empezó a fumar y a cultivar marihuana. Después llegaron las malas compañías, la pandemia, la soledad, la muerte de su madre, los subidones, los malos días y la calle.

    Se calcula que hay 48 millones personas que, como Abby, sufren adicciones a algún tipo de sustancia en Estados Unidos, un país brutalmente individualista en el que a menudo da la impresión de que basta un golpe de mala suerte para perderlo todo.

    Según un estudio publicado en agosto, solo uno de cada cinco adictos al fentanilo tiene acceso a la prescripción de los medicamentos más eficaces: la metadona, y, en mayor medida, la buprenorfina.

    Mejorar ese acceso en un sistema de salud despiadado es uno de los retos para afrontar una crisis enormemente compleja. Otra solución pasa por legalizar los lugares para testear las sustancias, según Carl Hart, psicólogo de la Universidad de Columbia y uno de los grandes expertos en el uso de drogas recreativas, cuyo consumo responsable defiende. “Caerían las sobredosis accidentales.

    Las autoridades creen erróneamente que eso puede confundirse con alentar el consumo, y no es así: salvaría vidas”.

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