Diez claves para entender el poder del fentanilo, un ‘asesino’ de masas
Primicias .- Desde Filadelfia, Culiacán, pasando por San Francisco y hasta en China, el fentanilo va dejando muertes y tragedias. Este es el retrato de un potente opiáceo, catalogado como un asesino de masas. Es la gran amenaza. Un polvo blanco y barato, 50 veces más poderoso que la heroína, que mata cada año a más de 70.000 personas en Estados Unidos. El fentanilo es un gran entramado narco, que incluye a químicos clandestinos, los precursores, los ‘exportadores’ y en el eslabón final: los adictos. La vida se detiene en la avenida de Kensington (Filadelfia) cada 10 minutos más o menos. Sucede cuando el metro zumba por las vías elevadas, una estructura de acero azul que sobrevuela esta calle de EE.UU., una auténtica ratonera. El estruendo no permite pensar, pero al menos durante ese instante los problemas de la zona cero de la crisis del fentanilo en Estados Unidos quedan en suspenso. Después, ya volverán a la pelea bajo las vías los adictos y los voluntarios que los auxilian, los ‘dealers’ y la policía, los ‘youtubers’ y los turistas atraídos por las noticias, los comerciantes armados y los vecinos que resisten en este gigantesco mercado de la droga al aire libre. Centenares de consumidores del potente opiáceo viven y mueren en estas calles. Algunos, como Daniel, que perdió todos los dedos del pie a causa del frío, deambulan por ellas desde hace años como extras en una película de zombis. Otros no pasan de su primer mes aquí. Estas son las 10 claves para entender la crisis que ha desatado el fentanilo en EE.UU., y que amenaza al mundo entero: El cocinero del fentanilo Miguel es, en la definición de las autoridades estadounidenses, uno de los “químicos cualificados” que emplea el cartel de Sinaloa para la producción a gran escala de fentanilo. Aunque Miguel no se llama Miguel. Tampoco es químico. Ni siquiera terminó la secundaria. Trabaja como cocinero en el territorio de Los Chapitos, los cuatro hijos del Chapo Guzmán que heredaron el negocio mientras el padre cumple cadena perpetua en Colorado (EE UU). “Yo aprendí a cocinar mirando a otros”, asegura Miguel, tirado en el sillón de la casa “de seguridad” a las afueras de Culiacán (Estado de Sinaloa, México) en la que ha aceptado contar su historia con la condición de preservar su anonimato y de que el reportero no desvele ningún detalle que lo delate. El otoño ya entró, pero afuera hace más de 30 grados. El zumbido del aire acondicionado acompaña la conversación, de casi una hora, en un salón medio vacío. Dice que tiene 29 años y que se gana la vida fabricando fentanilo en la sierra, cuna de narcos históricos, como El Chapo. Dice también que se la gana bien: hace unos 450.000 pesos limpios al día (más de 25.000 dólares, 24.000 euros). De niño, trabajó en el campo. A los 13, empezó de “puntero”, vigilando un trozo de carretera para los narcos. A los 15, unos tíos suyos lo invitaron a servir en un laboratorio de heroína como chico para todo. Le pagaban 500 pesos. “¿Usted no lo habría agarrado?”, pregunta, sin esperar respuesta. “Obvio que lo iba a agarrar”. Primero aprendió a convertir la goma de opio en heroína. Después se dedicó a la metanfetamina, mientras estuvo de moda hace algo más de una década. No le gustaba: el olor le daba ganas de vomitar. Su “cocina” de fentanilo en las montañas es un chamizo pequeño, cubierto por unas lonas y oculto por las ramas. Esa es otra de sus grandes ventajas sobre la heroína: no es solo una sustancia mucho más poderosa y adictiva, es también mucho más fácil de producir y transportar. No hacen falta extensos campos de amapolas, ni campesinos que los cuiden, ni tener suerte con la temporada de tormentas. Apocalipsis en San Francisco Son las 11.30 de otro día neblinoso en Tenderloin, un barrio del centro de San Francisco de pasado bohemio convertido en apocalíptico símbolo de la decadencia de la ciudad pospandémica. Joseph, de 41 años, vive en estas calles. Lee, sentado en el suelo, una crónica de la guerra de Ucrania en un periódico atrasado. Le gusta saber lo que pasa en el mundo, dice. No duerme mucho, casi siempre de día, para evitar que le roben lo poco que tiene: una mochila y una bolsa de plástico que arrastra al caminar, porque le cuesta hacerlo erguido. Llegó a San Francisco en 2016 desde Chicago. Vivió con una novia en un apartamento del centro. Tras romper con ella, se agravaron sus problemas previos de adicción y acabó engrosando la estadística de las 653.000 personas sin techo que malviven en Estados Unidos, un 12% más que el año anterior, otro máximo histórico. El periódico también le sirve para envolver medio gramo de fentanilo, algo de crack, papel de aluminio, y un mechero. En un callejón apartado, saca una pipa, la enciende y aspira. Se dobla sobre sí mismo y se balancea. Un par de minutos después, de vuelta de algún lugar al límite de la conciencia, confiesa: “Yo antes consumía heroína. Esto es mucho peor, cada vez quiero más. Y lo necesito cada 40 minutos. Si no, me vuelvo loco”. Según la neurociencia, su efecto es más fuerte y más corto, lo que provoca que sus adictos vivan en la ansiedad que describe Joseph. “Y lo que es peor: nunca es como la primera vez”. Hay centenares de personas que, como él, buscan en Tenderloin volver a sentir lo que la primera vez. Casi todos tienen un historial de consumo de drogas a sus espaldas y muchos cuentan que acabaron en el fentanilo por algún revés de la vida: una enfermedad, una pérdida, la epidemia de salud mental que azota el país. Son blancos en su mayoría, figurantes en el tercer acto de la tragedia de los opiáceos, que empezó en los años noventa con unas pastillas con receta llamadas Oxycontin, fuente de riqueza y oprobio de la familia Sackler, continuó con el resurgir de la heroína a principio de siglo y desde mediados de la década pasada protagoniza el fentanilo, que barrió de las esquinas a todas las demás. Los precursores químicos: de Wuhan al mundo El 15 de diciembre de 2021,
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