EL PAÍS .- Cuatro de cada 1.000 uruguayos están en la cárcel. Las drogas y el hacinamiento lastran el sistema punitivo nacional
La sólida estructura social y política que suele exhibir Uruguay se resquebraja en las áreas que conforman su sistema penitenciario. Con cuatro de cada 1.000 uruguayos en prisión, el país tiene la tasa de encarcelamiento más alta de América del Sur y se ubica en el puesto 12 a escala mundial. La población carcelaria se ha triplicado en las dos últimas décadas y crece a un ritmo de un 10% anual, provocando el colapso de parte del sistema, con altos niveles de hacinamiento y violencia interna, según lo refleja el informe de la oficina del Comisionado Parlamentario para el Sistema Penitenciario.
De acuerdo con los datos oficiales, en 2002 Uruguay tenía aproximadamente 5.000 personas privadas de libertad. En 2022, eran casi 14.500. En el país hay 26 establecimientos penitenciarios, con un promedio de ocupación del 123% (123 personas cada 100 plazas), aunque ese porcentaje de hacinamiento crítico se dispara sobre todo en el área metropolitana de Montevideo. El informe detalla que solo un 10% del total de reclusos se encuentra en unidades que reúnen las condiciones y oportunidades de rehabilitación e integración social, un 56% no cuenta con suficientes oportunidades, mientras que un 34% pasa su reclusión en condiciones de “trato cruel, inhumano y degradante”.
“Uruguay tuvo un modelo penitenciario muy notable hasta la época previa a la dictadura (1973-1985). Las cárceles dependían del ministerio de Educación y tenían una guardia penitenciaria que actuaba con mecanismos preventivos de diálogo y reservaba la violencia para los casos extremos”, dice Juan Miguel Petit, comisionado parlamentario penitenciario. Señala que ese modelo fue desmoronándose hasta que fue intervenido por el Ministerio del Interior durante la dictadura y se mantuvo bajo su órbita en democracia. Según Petit, la explosión demográfica carcelaria se explica, en parte, por la aparición y circulación masiva de drogas como la pasta base de cocaína en los años 2000 y las consecuentes formas de exclusión social y criminalidad que esta trajo aparejada.
Dos décadas después, las cárceles uruguayas están superpobladas de jóvenes varones menores de 35 años (el 75% del total), condenados en su mayoría por delitos de hurto, tráfico o venta de estupefacientes y rapiña, con una trayectoria vital marcada por la deserción del sistema educativo y el consumo problemático de drogas. En ese sentido, un informe de ASSE –principal prestador público de salud- indica que las adicciones afectan al 80% de los reclusos, mientras que otro diagnóstico del ministerio de Educación muestra que el 53,5% de los ingresados en 2022 era analfabeto. “Se requiere una especie de unidad de cuidados intensivos para recuperar el tiempo perdido, sanar y transformar”, dice Petit.
Sin embargo, el informe muestra que las respuestas del sistema carcelario uruguayo son deficientes y la reclusión se convierte en un eslabón más de la violencia social que conlleva el delito. En 2021, hubo 224 reclusos heridos graves y otros 45 murieron de forma violenta. La reincidencia es del 60%. “Hay pocos programas, con bajos niveles de cobertura y poca capacidad para diseñar e implementar tratamientos individualizados que atiendan las causas del delito y busque modificarlas”, dice Ana Vigna, socióloga e investigadora especializada en sistema penitenciario. La consecuencia más obvia de esto, añade, es que Uruguay está hipotecando el potencial de generaciones de jóvenes, que no logran salir de un circuito dominado por la violencia, el delito y la cárcel.