El País .- El modelo del presidente de El Salvador ha logrado contener a las pandillas a costa de un profundo deterioro de las libertades y las garantías democráticas. La fascinación que despierta en algunos sectores abre una nueva confrontación política en la región
Miedo y alivio. Mencionar a Nayib Bukele en El Salvador significa evocar un modelo de seguridad que ha acorralado a las maras, las principales organizaciones criminales del país centroamericano, y al mismo tiempo el terror que la guerra sin cuartel contra las pandillas ha despertado en parte de la sociedad. El éxito del llamado régimen de excepción se construye sobre las cenizas de derechos y libertades. Muchos lo justifican y lo aplauden, a tenor de la popularidad del presidente. El coste es un retroceso de las garantías y del Estado de derecho.
A salvadoreños como don Cabaña, sin embargo, parece no importarles. “Vaya a saber a cuántas familias mataron, a cuántas jóvenes violaron, ¿y ahora que están en la cárcel están pidiendo perdón, llorando?”. A este hombre de 60 años se le amarga el humor cuando se acuerda de cómo era antes vivir en Las Margaritas, su hogar, y lo a gusto que estaba viendo el partido en la cancha del barrio. “Aquí, desde temprano, no se podía salir de la casa. Aquí, donde estamos platicando, se juntaban y no se iban”. ¿Quiénes? “Los de las letras”, dice en un susurro. La MS, pues. La Mara Salvatrucha 13. Los jóvenes de esta colonia de San Salvador juegan a fútbol aprovechando los últimos momentos de luz de la tarde. Cuando oscurece, se encienden unas farolas y ahora son ellos los que no se van. Se quedan ahí mismo y se ponen a platicar, se ríen entre ellos.
En El Salvador, un país con menos de 6,5 millones de habitantes, el Gobierno ha detenido a 71.000 personas a las que acusa de haber cometido delitos como integrantes de la MS-13 o del grupo antagónico, Barrio 18. Las “manchas” (pintadas) de las pandillas han desaparecido de las calles. Los militares han instalado puntos de revisión en las carreteras con tanquetas, y la Policía Nacional recorre las calles exhibiendo armas. Las escenas de personas capturadas en las comisarías son frecuentes, lo mismo que las de familias haciendo guardia afuera de los centros de detención en busca de sus parientes.
La otra cara de la moneda de la llamada guerra contra las maras es un palpable deterioro de las garantías democráticas, según las denuncias de Naciones Unidas, así como de diversos organismos internacionales dedicados a la defensa de los derechos humanos como Human Rights Watch. La celebración de juicios masivos, la construcción de megacárceles, el hacinamiento, los abusos policiales y la exhibición de los detenidos a través de videos de propaganda gubernamental han hecho saltar las alarmas de buena parte de la comunidad internacional, pero también han incubado una suerte de efecto contagio en algunos países de Latinoamérica. La presidenta de Honduras, Xiomara Castro, impulsó en junio una ofensiva similar contra las pandillas. Ecuador, asfixiado por el crimen organizado, decretó el estado de excepción la semana pasada tras el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio en plena campaña. Y en Colombia o Chile el modelo de Bukele impregna el debate político.
El régimen de excepción
Ese es el sistema que ha modificado radicalmente la geografía cultural del país centroamericano a lo largo de los últimos 17 meses, tiempo en que el presidente ha impuesto el régimen de excepción como política contra las maras. Antes, por aquí no se podía caminar; antes, no se podía estar en la calle a esta hora; antes, no se podía entrar a la colonia de enfrente… Los salvadoreños hablan en pasado, como de una época remota. “Ahora, ya podemos descansar un poco de eso, ya se puede dormir en las noches”, afirma la señora Tere, de 67 años, mientras atiende su negocio de prendas en Cimas de San Bartolo, sede del cuartel general de “los del número” —la mara Barrio 18—. Los comerciantes de esta colonia eran extorsionados; el monto a pagar dependía del tamaño o la prosperidad del negocio. A algunos habitantes la pandilla les arrebató sus casas para ponerlas en renta, y a otros les cobraban una cuota por la tenencia de sus vehículos. En uno de los pasajes de esta colonia la pandilla había erigido un homenaje a su soberbia, una pared que rezaba: “Bienvenidos al corazón de Barrio 18″. La pintada ya ha sido cubierta con un grafiti alusivo a la Navidad.
El estado de excepción se impuso luego de que se rompiera la tregua secreta entre el Gobierno de Bukele y las pandillas, en marzo de 2022. La política de mano dura ha desplomado la tasa de homicidios de 103 a 2 por cada 100.000 habitantes, según datos oficiales, y ha convertido al que hace unos años fuera el país más letal de América en uno de los más pacíficos, de acuerdo con las estadísticas. Este es el argumento por el que algunos políticos de la región se han visto tentados por el modelo de Bukele, y el mandatario, que usa las redes sociales para su campaña permanente y para burlarse de las críticas, quiere ser visto como ejemplo a seguir.
Esta semana, por ejemplo, tras la victoria de Javier Milei en las primarias de Argentina, los asesores del presidente salvadoreño comenzaron a divulgar la idea de que el triunfo del aspirante ultra había sido un éxito del bukelismo. Consultado hace semanas por EL PAÍS, Milei afirmó que un colaborador suyo, el diputado Nahuel Sotelo, viajó a San Salvador para estudiar el fenómeno. “Lo estamos estudiando porque fue sumamente exitoso”, respondió.
Bukele, de 42 años, ha hecho de la seguridad y de la política que varios analistas califican de “populismo punitivo” el resorte de su intento de reelección en 2024. Una maniobra ampliamente cuestionada, pues la repetición en el cargo en períodos consecutivos está prohibida por la Constitución. En parte de la población, que según la firma CID Gallup le otorga una aprobación del 90%, se ha instalado la convicción de que solo Bukele puede garantizar que los pandilleros se queden en la cárcel. “Si él no se reelige, ¿cómo va a estar el país después? Van a sacar a todos los pandilleros y va a ser peor la matanza, no queremos volver a los tiempos de antes”, afirma Guille, que tiene un puesto en el mercado de la plaza La Libertad, en el centro de San Salvador. Hace seis años, cuenta, su hija atendía el negocio y quedó atrapada en el fuego cruzado entre policías y las maras. Una bala le atravesó el cráneo y le reventó un ojo. La hija vive, “a Dios gracias”, reza ella. Guille vende ahora jerséis y gorras con la figura del presidente y una leyenda que dice: “Vamos por la reelección”.
El miedo cambia de rostro
Las personas entrevistadas no quieren que se conozca su identidad. La sensación de seguridad de los salvadoreños es porosa, frágil. Se filtra el recelo. Y el miedo también ha cambiado de rostro. Cuentan que en las cárceles no están todos los pandilleros, y muchos de los que están allí con la acusación de serlo no tenían relación alguna con los grupos criminales. Asociaciones de la sociedad civil señalan que el Gobierno ha usado el régimen de excepción como excusa para capturar a personas inocentes y para aplastar cualquier disidencia. Durante este periodo, han sido detenidos 21 líderes sindicales y cinco activistas opositores a proyectos mineros. “El régimen de excepción se ha vuelto una carta libre para violar derechos”, afirma Abraham Abrego, abogado de la organización Cristosal.
Los salvadoreños hablan de “el régimen” como si se tratara de un ser que se rige por sus reglas, que decide quién es culpable o inocente, quién queda libre o va preso, que siempre tiene hambre y pide más. Cristosal ha recibido en conjunto 3.500 denuncias de detenciones arbitrarias. Socorro Jurídico —otra agrupación de defensa de derechos humanos— ha documentado 180 muertes de personas que estaban detenidas; es decir, bajo la responsabilidad del Gobierno salvadoreño. El 50% corresponde a muertes violentas, por golpes o estrangulamiento; el 30% por falta de tratamiento médico; el resto, por causas desconocidas. Ingrid Escobar, directora de Socorro, sostiene que el 92% de esos muertos eran personas inocentes, según los análisis de los abogados de la organización. “No es cierto que esta política de seguridad, improvisada e irresponsable, se enfoque solo en los delincuentes”, resume.
En un país donde la Fiscalía no es autónoma y en el Poder Judicial han sido impuestos jueces fieles al oficialismo, los salvadoreños han aprendido que, si a una persona la detienen por error, difícilmente podrá demostrar su inocencia y salir con vida. Quienes tienen a familiares detenidos ven denegada la posibilidad de hablar con ellos. Muchos no tienen siquiera la certeza de que su pariente esté vivo.
Las detenciones arbitrarias han aumentado al amparo de una reforma que permite a las autoridades imputar el delito de “asociación delictuosa”. A la esposa de Javier, un profesor universitario, se la llevó la policía en agosto de 2022. Irrumpieron en su casa, la encontraron dando pecho a su hijo de un año, la apartaron de él y se la llevaron presa al penal de Ilopango. Todo, gracias a una denuncia anónima. ¿Ha hablado con ella, ha sabido de ella? “No, nada”, afirma el esposo. “Me dijeron los policías que ella ya no vería la luz del sol”.
Los casos se replican. Al hermano de Amanda lo detuvieron en junio de 2022 cuando transportaba mercancías en su auto al negocio de su madre. No han podido contactar con él. Al hijo de Rosa lo recapturaron mientras trabajaba en un autolavado. En el pasado, perteneció a la MS-13, cuenta ella, pero cumplió su condena, entró en una fase de rehabilitación, consiguió empleo y volvió a la escuela. Igual se lo llevó la policía y lo devolvió a un mundo que había dejado, en la nueva prisión de máxima seguridad creada por Bukele, el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot). “Aquí se vive con miedo, ya no de las pandillas, sino de la autoridad”, dice esta madre que tampoco ha tenido noticias de su hijo preso. Para muchos en El Salvador, el miedo cambió de rostro; ahora viste de uniforme.
Confrontación política
La falta de garantías básicas que ilustran estos casos es el principal motivo de recelo hacia el modelo de Bukele en los Gobiernos de países como Colombia y Chile. Ambos afrontan, por razones distintas, una crisis de seguridad. Pero los presidentes Gustavo Petro y Gabriel Boric, de posiciones progresistas, no solo se ubican en las antípodas ideológicas de su homólogo salvadoreño, sino que rechazan la aplicación de un modelo similar. Sin embargo, la oposición de derecha, especialmente los sectores más radicales, ha hecho de la mano dura una bandera y un eje de confrontación política. Y en Ecuador, donde este domingo se celebran elecciones presidenciales, el candidato Jan Topic ―exsoldado de la Legión Extranjera, conocido como “Rambo ecuatoriano”, y hoy empresario millonario― quiere emular abiertamente a Bukele.
El analista Mauricio Morales, académico de la Universidad de Talca (Chile), recuerda que la principal preocupación para las personas es la delincuencia, según todos los estudios de opinión pública. En ese cuadro, dice, “el fenómeno Bukele ha impactado de tres formas”: “Primero, con una mayor demanda por ley y orden. Segundo, con una preferencia por candidatos de derecha radical. Tercero, con evaluación particularmente crítica a los Gobiernos de izquierda por la renuencia a implementar mano dura contra el delito”. Visto así, sigue Morales, “la experiencia de El Salvador ha contribuido a dar mayor credibilidad a posturas que creíamos más cercanas al autoritarismo que a la democracia”.
En Chile, donde Boric sufrió un duro revés electoral ante el Partido Republicano, de derecha extrema, en las últimas elecciones constituyentes, parte de la sociedad tiene un “anhelo de sanción” respecto de la delincuencia, señala Axel Callís, académico de la Universidad Central y director de la firma de estudios de opinión Tú influyes. A eso, en un contexto de incremento de la delincuencia, se suma a la poca credibilidad del sistema de justicia.
Se trata de un caldo de cultivo propicio en un contexto preciso y cuando existen actores políticos que lo defienden. En el Brasil de Jair Bolsonaro se alinearon todas las coordenadas para que un modelo así prosperara, sin embargo hoy el modelo de Bukele no tiene imitadores locales de peso. Aun así, incluso bajo el mandato del izquierdista Lula da Silva, la letalidad de la policía brasileña sigue siendo muy alta —los cuerpos policiales de Rio de Janeiro y Salvador de Bahía mataron, por separado, a más personas el año pasado que la policía de EE UU— y la mayoría de las prisiones están dominadas por los principales grupos del crimen organizado, el Primer Comando da Capital (PCC) y el Comando Vermelho.
El caso de Colombia
Uno de los países donde más resuena la política de Bukele es Colombia. No solo por sus disputas con Petro en redes sociales, sino porque son varios los políticos de derecha que buscan el sello Bukele. El más visible es Diego Molano, aspirante a la Alcaldía de Bogotá y ahijado político del expresidente Álvaro Uribe Vélez, que ha propuesto construir megacárceles si resulta elegido el próximo 29 de octubre. Quien fuera ministro de Defensa del uribista Iván Duque explicó su idea en la radio: “Nos hace falta una cárcel en Bogotá, una megacárcel para llevar por lo menos a 3.000 de los delincuentes que son capturados”. También ha presentado la política de seguridad de Bukele como el modelo a seguir: “Mientras en El Salvador los criminales que afectan a los ciudadanos son capturados, judicializados y llevados a la cárcel, en Colombia, a los que cometen todo tipo de delitos y terrorismo se los premia, se los libera y se los quiere convertir en gestores de paz ¡El mundo al revés!”.
María Fernanda Cabal, la figura más a la derecha del uribismo post-Uribe, también ha señalado su gusto por el presidente salvadoreño. “Se pasa, pero amerita lo que hace. Tiene que haber un equilibrio, si no habrá dictadura pura y dura”, dijo a este diario en una entrevista en mayo. Ese mes, la firma Datexco preguntó a los colombianos si les gustaría un presidente como Bukele para su país: el 55% respondió afirmativamente. En junio, otra firma, Invamer, lanzó la cuestión y el 49% afirmó tener una imagen favorable de Bukele; solo un 10% mostró su rechazo. Ya en marzo, la revista Semana, que tiene una línea editorial de derecha rotunda, tituló una portada: “El milagro Bukele”. El fenómeno preocupa a los sectores moderados que no están dispuestos a perder libertades y derechos a cambio de un mayor orden.
Y esa es una de las batallas políticas que se librará en Latinoamérica en los próximos ciclos electorales.