La Administración estadounidense decidió fumigar las instalaciones de la Casa Blanca tras la marcha de Donald Trump. Así, horas antes de que Joe Biden ocupara la residencia presidencial, un equipo de operarios se dedicó a nebulizar desinfectante por las estancias. La semana pasada, los británicos veían cómo su primer ministro, Boris Johnson, se esmeraba con afán en la limpieza del asiento de una silla. Un año después de que un nuevo coronavirus sometiera al mundo, se toman demasiadas medidas de cara a la galería. Es el “teatro pandémico”, como lo definió en abril de 2020 la investigadora Zeynep Tufekci en un artículo en el que criticaba acciones inútiles y hasta contraproducentes, como cerrar los parques.
En aquellas primeras semanas, las pruebas científicas empezaban a recopilarse. Algunas, de forma contradictoria. Escandalizaban fotografías de familias en jardines y paseos, los lugares más seguros. Circulaban por los móviles tablas que detallaban lo mucho que podía aguantar el coronavirus en determinadas superficies. Se recomendaba limpiar los zapatos, la compra e incluso la ropa al volver de la calle. Pero ya hace meses que sabemos que no es necesario tanto esfuerzo. “Yo dejé de ver evidencias convincentes hace mucho y dejé de hacerlo”, explica la viróloga Margarita del Val sobre el empeño en fregarlo todo. Las posibilidades de contagio por superficies —por fómites, en lenguaje médico— son escasas. El Centro Europeo de Control de Enfermedades (ECDC) lo aclara así: “Se considera posible, aunque, hasta el momento, no se ha documentado la transmisión a través de fómites”. Los CDC, su equivalente estadounidense, aseguran que “no se cree que la propagación a través del contacto con superficies contaminadas sea una forma común de propagación de la covid-19″.
Después de más de cien millones de contagios, no se ha podido probar que alguien se infectó tras tocar una superficie contaminada. “Tras un año de pandemia, las pruebas ahora son claras. El coronavirus SARS-CoV-2 se transmite predominantemente a través del aire, por personas que hablan y exhalan gotas grandes y pequeñas partículas llamadas aerosoles”, zanjaba en un editorial la revista Nature. Y lamentaba que algunas autoridades insistan en la desinfección permanente de superficies: “El resultado es un mensaje público confuso cuando se necesita una guía clara sobre cómo priorizar los esfuerzos para prevenir la propagación del virus”. Eso no quiere decir que dejemos de lavarnos las manos y usar gel en las tiendas, porque el contacto directo es una vía posible de contagio. No es necesario concentrar esfuerzos en desinfectar cartones de leche o paredes de edificios que nadie va a tocar.
Del Val, directora de la plataforma del CSIC para la covid, se fija en la vertiente psicológica del problema: “A mucha gente le caben como máximo un par de medidas en su vida diaria y una es la mascarilla, la otra es limpiar todo o la distancia y no nos cabe ventilar además”. Elvis García, experto en salud pública de la Universidad de Harvard considera que el problema con el “teatro de la higiene” es que “es fácil de entender, intuitivo y fácil de atacar”. Y añade: “Lo de las partículas y las mascarillas es más difícil de entender”. No obstante, según la encuesta Cosmo-Spain, del Instituto de Salud Carlos III, el conocimiento de los modos de contagio —y la necesidad de ventilar— es alto en España.
Ya en sus recomendaciones de marzo de 2020, el ECDC solo aconsejaba limpiar puntos especialmente manoseados, como pomos, interruptores, pasamanos y botones de ascensor, mientras por las calles el ejército ya fumigaba bancos y aceras al aire libre. La científica Teresa Moreno, del IDAEA-CSIC, analizó la presencia del coronavirus en las barras y botones del metro y los autobuses de Barcelona en los meses de mayo y junio. “En aquel momento la gente pensaba que el contagio se daba más por superficies”, recuerda, pero también tomaron muestras de aire porque es su especialidad. Encontraron trazas del virus en ambos elementos, pero se trataba de fragmentos que no tenían capacidad de infectar. “En el aire encontramos niveles bajos, y era de cuando la gente no llevaba mascarilla, por lo que no parece un foco de infección; yo uso el transporte público y no siento que vaya en un sitio peligroso”, señala Moreno.
Lo más interesante es que había vehículos que Transportes Metropolitanos de Barcelona limpiaba con lejía y otros fumigando con ozono. Los que se desinfectaban con un trapo y lejía quedaron libres de rastros del virus después de la limpieza, pero no los autobuses vaporizados. “Vimos que con los cañones de ozono era muy difícil que se repartiera por todo el vehículo. En concentraciones bajas, el ozono no hace nada, seguíamos encontrando trazas. Y en altísimas no es viable porque es muy tóxico”, indica la científica. “Estoy preocupada por los artilugios que se están ofreciendo ahora, porque son muy tóxicos, reaccionan con los materiales y perjudican a la salud”, advierte. Del Val apunta: “No está nada claro que funcionen, y hay que ventilar en cualquier caso al acabar, por la toxicidad para las mucosas: pues ventila bien y ya vale”.
Las autoridades sanitarias son claras en ese aspecto. El ECDC señala que “la pulverización (también denominada fumigación) de desinfectantes al aire libre o en grandes superficies interiores (salas, aulas o edificios), o el uso de radiación de luz ultravioleta, no se recomienda para la población debido a la falta de efectividad, posibles daños al medio ambiente y la posible exposición de los seres humanos a productos químicos irritantes”. La Organización Mundial de la Salud (OMS) también se opone claramente al uso de esprays, por inútil y peligroso, en entornos y también en personas, en esos túneles de lavado que nebulizan productos al acceder a algunos entornos.
En su página para desmentir mitos de la pandemia, la OMS también aclara que las posibilidades de contagiar con los zapatos es “muy baja” y que los escáneres de temperatura no sirven para detectar enfermos de covid, porque muchos no presentan ese síntoma y aun así son contagiosos. “La pistola para medir la temperatura no tiene mucho sentido. En el ébola sí, porque solo contagias si tienes fiebre, pero en este caso el coste oportunidad es solo de cara a la galería”, señala García. Y reclama: “Lo que necesitas no son termómetros para los viajeros, sino una cuarentena de diez días”. Además, el ECDC desaconseja el uso de guantes porque “no confieren un beneficio adicional y pueden provocar una higiene de manos inadecuada y una mayor contaminación de las superficies”.
De nuevo, son decisiones teatrales que pueden dar una falsa sensación de seguridad, para quien entre a un edificio con alfombras para limpiar suelas, arcos pulverizadores y asistentes con termómetros. El epidemiólogo Miguel Hernán, de Harvard, critica otros “teatros pandémicos” que se siguen representando, como “el teatro de imponer distancia de seguridad, que no se controla, en bares mal ventilados como si no existiera contagio por aerosoles cuando se habla en voz alta porque la música impide oírse”. O el “teatro de recomendar teletrabajo en vez de regularlo por ley para todos los puestos en los que es posible”.
García apunta a otras cuestiones que también le parecen representaciones sin sustancia: “Hay medidas importantes que no se han querido tomar y se han inventado cosas a cambio, como los hospitales de pandemias, los cierres perimetrales cuando la incidencia está igual de disparada en todos los barrios, las discusiones por el toque de queda de locales que tendrían que cerrarse, vestir a operarios de astronautas para cualquier cosa”. “Son cosas intuitivas, aunque no tengan sentido”, asegura. Y apunta un último aspecto que visual y psicológicamente tiene una gran influencia: las olas de contagios. “Es una construcción que provoca que la gente esté predispuesta a que venga el virus. A los gobiernos les viene bien porque asumimos que es algo inevitable que sucede sin más. Cuando nos enfrentamos a una epidemia hay que meterse a fondo a acabar con ella, no usar ese lenguaje teatral de las olas”, critica.
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